lunes, marzo 07, 2005

Esto lo escribí hace casi seis meses durante uno de mis viajes a Caracas. Lo compartí con otros ya, y me pareció una buena introducción, si bien es un reciclaje.

Con pasar unas horas en la calle en Caracas (léase, un centro comercial, un restaurant) es difícil no darse cuenta que la fama de pantalleros[1] que nos hemos ganados los venezolanos es bien merecida. Pareciese que el principal propósito de la vida de todo caraqueño es asegurarse de ser el centro de atención. La gente parece vivir no para si, sino para los demás. La vida diaria parece transcurrir en un constante esfuerzo por demostrar a todos que no somos “uno más del montón”, que tenemos algo que nos distingue (y nos eleva por encima de) los demás. Una de las más irritantes muestras de esto son las conversaciones todo volumen por el celular en las que se pretende ser parte de una secreta y complicada transacción de negocios o en la que se sueltan cifras con tantos ceros que uno tiene que resistirse para no acercársele al infractor y decirle “disculpe, ¿no ha considerado usar notación científica en sus conversaciones o a lo mejor callarse la boca, imbécil?”.

No me malinterpreten, esta clase de personajes se consiguen en todo el planeta. Lo sospechoso es que en cualquier otro sitio uno se consigue a lo sumo uno cada semana en algún asiento contiguo del tren o en alguna esquina esperando el semáforo. En Caracas pareciese que todo el mundo, todo el mundo, anda en lo mismo. Es increíble. Ya sea un viaje al exterior, o la compra de un coche nuevo, una nueva oportunidad de negocios, todo, todo, debe ser anunciado a los cuatro vientos para el beneficio de todo el planeta. Viniendo de una ciudad como Nueva York, en la que los químicos presentes en el agua generan una mutación genética que obliga a una buena parte de sus habitantes a preocuparse por nada excepto vestirse a la última moda y expresar su individualidad de cuanta manera les es posible, sin importar cuan absolutamente ridículos se ven, aún así, no puedo superar la decepción tan profunda de ver en el día a día la vanidad por la que los venezolanos comenzamos a tener reputación en el mundo externo.

Algunos ya saben la historia, pero aquí les presento los hechos. En 1999, una firma consultora llamada Roper Starch Wolrdwide, publicó los resultados de una encuesta entre 22 países en la que Venezuela por fin sacó el score más alto, léase bien, el-mas-alto (que orgullo!): somos la nación más vanidosa del planeta. Que honor!, 65% de las venezolanas y 47% de los venezolanos señalaron, sin la menor vergüenza, que todo el tiempo están pensando en la forma en la que lucen. Para que no hayan confusiones, esta encuesta no se limitó únicamente a Latinoamérica, no, estos fueron los porcentajes más altos para esa categoría entre todos los países encuestados. La noticia, difundida a los cinco continentes cortesía de Reuters (que Dios los bendiga) añadía, en esas clásicas frases de antropología de peluquería, que “en Venezuela los concursos de belleza son una obsesión nacional y la cirugía plástica es un práctica común entre hombres y mujeres.” Ahora, yo no tengo mayor problema con la parte de la cirugía plástica, porque me parece hasta infantil el sugerir que somos los reyes del bisturí, ¿pero decir que los concursos de belleza son una obsesión nacional?, ¿en qué se basan para decir eso?, ¿sólo porque mas de la mitad de la población confesó que en lo que más piensa es en cómo se ven?. Porrrrrr ffffavor. Cualquiera que lee esa noticia juraría que en Venezuela nos quedamos despiertos de madrugada viendo el Miss Universo y que los resultados son noticias de primera plana al día siguiente, o que nos la pasamos dándole a nuestros tanqueros petroleros nombres de “reinas” de belleza[2]. Y no se atrevan a salirme con el argumento de que aquello en lo que más uno piensa es lo que más le importa en la vida Eso es una falacia. Si los venezolanos sólo piensan en cómo se ven, es probable que haya otra explicación que no nos haga ver como una cuerda de tontos. En cuanto piense en una explicación alternativa, se las haré saber.

Pero ustedes entienden la ironía de todo esto. En un país que durante las últimas tres décadas ha vivido al borde del colapso económico, es tragicómico ver el cuidado con el que hombres y mujeres intentan (fallidamente, si se me permite decir) estar a la última moda y, en el caso particular de las mujeres, no permitirse la libertad de salir a la calle sin antes haberse puesto encima el equivalente a un quinto de su peso corporal en maquillaje. Por favor, permítanme compartir con ustedes el siguiente momento de sabiduría: habiendo tenido la osadía de preguntar por enésima vez qué es lo que tanto demoraba a una novia que tuve hace muchos años, la respuesta fue “me estoy maquillando”, “¿pero por Dios, para qué, si apenas vamos a la panadería?”, “es que uno no sabe a quién puede encontrarse por allá afuera”. Sin comentarios.

Ahora, ustedes pudiesen pensar que estas tendencias vanales de mis compatriotas me irritan sobre manera, y están en lo cierto. Por punto de comparación déjenme decirles esto. Como es del conocimiento popular, inmediatamente justo luego de nacer, a los americanos les remueven la porción del cerebro que guía el buen gusto en el vestir, y hay 250 millones de ejemplos del impacto que dicha cirugía ha tenido al norte del río grande. Y aún así, creo que siempre preferiré la simpleza del gringo común, que estoy conciente, raya peligrosamente en la falta de clase, a la coquetería venezolana que, dicho sea de paso, es la más burda de las fachadas ante el colapso moral y económico que hemos sufrido en estos años.

Y disculpan que siga con el mismo tema (prometo que ya pronto les hablaré de cosas mas positivas) pero tengo otra cosa más que sacarme del pecho. Pocas cosas son más interesantes (léase, patéticas) que la increíble fascinación que produce, incluso entre las élites más educadas de mi país, las marcas de ropa; incluso aquellas marcas que en cualquier sociedad medianamente desarrollada tienen reputación de ser de mediocre calidad y que, en todo caso, ya ni siquiera son manufacturadas en el primer mundo. Permítanme abusar nuevamente del americano promedio. Cualquier gringo ve en la marca una garantía de calidad y hasta un poco de certeza de que lo que viste debe “lucir bien” (recordemos que nuestro amigo, el americano común, tiene cero gusto para vestirse y se las jura que comprando en Bloomingdale´s va a lucir igualito al modelo de la foto). Nadie me quita la cabeza que para nosotros, los venezolanos, la parte más importante de cualquier prenda de vestir es el logotipo. No me sorprendería (más aún, estoy seguro que así ocurrirá algún día) que en pocos años en todas partes de del territorio se va a imponer una nueva moda en que la que la ropa se usa al revés para así poder mostrarle a todo el mundo la etiqueta (si, ya sé, que fue en los ghettos de las metrópolis gringas donde se impuso la moda de usar los pantalones por debajo de la cintura y con la ropa interior por fuera para así mostrar los “Calvin Kleins” y los “Tommy Hilfiger”, pero eso sólo fue una pequeña derrota, los venezolanos, se los aseguro, vamos a retomar la vanguardia en la lucha por imponer la más ridículas de las modas).



[1] Venezolanismo de difícil traducción exacta al castellano. Fanfarronear es quizás la palabra más cercana, pero esa definición falla en recoger el aire de absoluta vanidad y prepotencia que el “pantallerismo” implica. En inglés, to show off y to boast serían los equivalentes.

[2] A riesgo de asesinar mis propias libertades literarias, les recuerdo, y, con la mayor seriedad, que la imagen de un banquero petrolero bautizado “Pilín León” en honor una venezolana coronada Miss Mundo en 1981, se convirtió en una de las imágenes de más orgullo para los venezolanos opositores mientras permaneció fondeado en costas venezolanos durante la huelga petrolera.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

sabes que yo habia pensado en eso tambien cuando llegue aqui (usa, hace tres meses) que feo se visten las mujeres aqui, o... que feas son (halla en venezuela somos mas lindas) o cualquier tipo de vanidades que sin pensar salian (aun salen) de mi boca. La unica manera de que me diera cuenta fue cuando mi esposo me miro con cara de que barbaridad estas diciendo??? Y me da mucha tristeza afirmar con la cabeza lo que dices.
Pero un venezolano que no ha vivido fuera no se va a dar nunca cuenta de eso, porque ese es el dia a dia, es social, esta en las familias, en como crias a tus hijos, esta en todos lados. Es cultural. y para poner la guinda... Esta bien visto. Si tu no eres vanidoso no estas en la honda. Que te puedo decir?. De mi parte como venezolana esta decirte que aprendere a no ser tan chocante y a no verme tan ridicula.

Anónimo dijo...

Una de las razones porque me fui de Caracas, es insoportable el sifrinismo y la mania de creerse mejor y mas bonito que nadie!
Y si no eres un sifrino super creido, entonces eres un resentido social que odia a todo el mundo porque eres feo y que no puede superarse sino a travez de montarse encima del otro, sin ningun tipo de merito porsupuesto. Ya sabemos ha donde esto nos ha llegado.
Claro, este comentario es a manera general, porque por supuesto hay gente que no es asi, pero muy poca.

Unknown dijo...

Saludos. Estuvo buena la catarsis, y si, es muy cierto lo que pones alli. Estudio Comunicacion Social y en la materia Publicidad analizamos durante todo un año las tendencias de compra del venezolano. La caracteristica mas importante es que al venezolano no solo le importan las marcas, sino que siempre, siempre, siempre, lo costoso y caro ES sinonimo de calidad. es decir, somos sifrinos de monte que pagamos muchos billetes de veinte o damos un tarjetazo impresionante solo porque a otros carajos se les ocurre que un pantalon con una calidad standard puede valer 7 veces mas de lo normal por tener o una marca conocida o una por conocer. Ud solo ponga el precio elevado y cara de sobrado cuando le pregunten por la prenda, y esta se vendera.